20 de Febrero 2004

ventajas y desventajas de tener forma de planeta

"Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos (¿puedes imaginar ojos gordos?). Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente encima de un helado. Mi cintura es motivo de asco para todos los que me miran. No hay la más mínima duda, soy lo que se dice un montón de grasa. Quizá, pregunte el lector, ¿hay ventajas o desventajas en tener forma de planeta? No es mi intención hacerme el gracioso o hablar con paradojas, pero debo contestar que la gordura en sí está por encima de la moral burguesa. Simplemente se trata de gordura. Que la gordura pueda tener un valor en sí, que la gordura pueda ser, pongamos por caso, mal vista o lamentable, es, por supuesto, una broma. ¡Qué absurdo! Porque, después de todo, ¿qué es la gordura sino una acumulación de kilos? ¿Y qué son los kilos? Simplemente un compuesto agregado de células. ¿Acaso una célula puede ser moral? ¿Está una célula más allá del bien y del mal? ¿Quién sabe? ¡Son tan pequeñas! No, amigo, jamás debemos tratar de distinguir entre una gordura buena o mala. Debemos acostumbrarnos a considerar al obeso sin emitir juicios, sin pensar: «la gordura de este hombre es una gordura de primera categoría» o «la de este pobre diablo es lamentable».

Consideremos el caso de K. (...) ¡Con qué frecuencia deben de haberle llamado a gritos «globo terráqueo» o «ballena»! (...) Entonces, un día, cuando K. no pudo ya soportar esa situación, se puso a régimen. ¡Sí, a régimen! Primero sacrificó los dulces. Luego, el pan, el alcohol, las féculas, las salsas. En suma, K. sacrificó el relleno que hace que un hombre no pueda atarse los zapatos (...). Poco a poco empezó a a adelgazar. Cayeron los pliegues de carne de los brazos y de las piernas. Y allí donde había parecido como un gato castrado, ahora, de pronto, aparecía normal. Sí, incluso atractivo. Parecía el más feliz de los mortales. Digo «parecía», porque, dieciocho años más tarde, cuando estaba con un pie en la tumba y la fiebre le convulsionaba el delgado esqueleto, se le oyó decir: «¡Mi gordura! ¡Que me devuelvan mi gordura! ¡Oh, por favor! ¡Quiero mi gordura! ¡Que alguien me regale un poco de peso! ¡Qué tonto he sido! ¡Abandonar mi gordura! ¡Debo haber caído en las garras del Demonio!». Pienso que la moraleja de la historia es obvia.

(...) Cada gramo de mi cuerpo desea con todas sus fuerzas mandar un mensaje al mundo. Mi gordura es una gordura extraña. Ha visto de todo. Sólo mis pantorrillas han vivido ya toda una vida. La mía no es una gordura feliz, pero es real. No es una gordura falsa. Lo peor que puedes tener es una gordura falsa, aunque no sé si aún está a la venta.

Pero déjame decirte cómo pasé a ser gordo. Porque no siempre fui gordo. La Iglesia me ha hecho así. En un tiempo era delgado, bastante delgado. (...) Seguí flaco hasta el día (pienso que fue cuando cumplí veinte años) en que estaba tomando té y bizcochos con un tío mío en un buen restaurante. De improviso mi tío me sorprendió con una pregunta: «¿Crees en Dios? Si crees en Él, ¿cuánto crees que pesa?».

-No creo en Dios -le dije-, porque, si existe un Dios, entonces, dime, tío, ¿por qué existe la pobreza y la calvicie? ¿Por qué algunos hombres pasan por la vida inmunes a mil enemigos mortales de la especie y otros pescan unas gripes que duran semanas enteras? ¿Por qué tenemos los días contados y no clasificados por orden alfabético? Contéstame, tío. ¿O es que te he dejado perplejo? (...)

-Dios no siempre está en lo que uno busca, pero te aseguro, querido sobrino, que Él está en todas partes. En estos bizcochos, por ejemplo.

Con esas palabras, se retiró dejándome su bendición y con una cuenta que parecía la lista de víveres de un portaaviones.

Regresé a casa preguntándome lo que había querido decir con esa simple declaración: «Él está en todas partes. En estos bizcochos, por ejemplo». Mareado y de mal humor, me eché en la cama y dormí una corta siesta. (...)

Me desperté con una tremenda sensación de bienestar. De improviso, me sentí optimista. Todo estaba claro. Las palabras de mi tío repercutieron en lo más profundo de mi ser. Me dirigí a la cocina y empecé a comer. Devoré todo lo que había a la vista. Pasteles, panes, cereales, carne, frutas. Chocolates suculentos, verduras con salsa, vinos, pescados, cremas y pastas, merengues y salchichas, superando con mucho los sesenta mil dólares. Si Dios está en todas partes, había sido mi conclusión, entonces está también en la comida. Por consiguiente, cuanto más tragara, más santo sería. Llevado por este nuevo fervor religioso, me cebé como un condenado. En seis meses, era el más santo de todos los santos, con un corazón completamente dedicado a la oración y y un estómago que, él solito, cruzaba la frontera estatal. La última vez que me vi los pies fue una mañana de martes en Vitebsk, aunque, según creo, aún están allí abajo. Comí y comí y crecí y crecí. Adelgazar hubiera representado la peor de las locuras. ¡Hasta un pecado! Porque, cuando perdemos diez kilos, querido lector (y supongo que no tienes mis dimensiones), ¡quizás estemos perdiendo los mejores diez kilos que tenemos! Quizás estemos perdiendo los kilos que contienen nuestro genio, nuestra humanidad, nuestro amor y nuestra honradez. (...)

La opinión que uno tenga de la gordura puede cambiar del mismo modo que cambian las estaciones, que se nos cambia el pelo, que cambia la misma vida. Porque la vida es cambio y la gordura es vida y la gordura también es muerte. ¿No te das cuenta? ¡La gordura lo es todo! A menos, por supuesto, que tengas demasiada."

(Woody Allen, Reflexiones de un sobrealimentado, dentro del volúmen Cómo Acabar De Una Vez Por Todas Con La Cultura. traducción de Marcelo Covián, publicado por Círculo De Lectores, 2002).

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10 de Febrero 2004

como si no me perteneciera

-Sí, pero ¿qué quiere que le diga...? No tenía trabajo y llegué a sentirme inútil. Me embargaba un sentimiento de culpabilidad respecto a no sé qué. No supe analizar mis sentimientos, eso es todo.

-Ya lo veo. Pero ¿qué hizo? Recuérdelo.

-Como quiera. Eran aproximadamente las tres de la madrugada de un día de septiembre. Me hallaba en la cama, con una compañera, y me levanté. Sentía calor, mucho calor. Entonces me dirigí a la cocina y me clavé un cuchillo en la barriga.

-¿Hasta el mango?

-Sí. Y no sentí ningún dolor. Así que me dije asombrado: "No m'he mort". Entonces, con la mano libre, cogí otro cuchillo y me lo clavé en el pecho. Sólo en aquel momento, con los dos cuchillos clavados, exclamé: "Déu meu, què he fet...!".

-¿Le asustó la visión de la sangre?

-No, no, en absoluto. La contemplaba manar como si no me perteneciera. Llegué a la clínica con los dos cuchillos dentro.

(entrevista "Tano Aguiló, una aventura teatral", revista Brisas nº 119 pág 10).

Escrito por Cordero a las 2:15 PM | Comentarios (1)